lunes, 25 de febrero de 2013

Medir el tiempo por veranos


Sólo hay tiempo para percibir por un instante la melancolía del refugio de Bobby y pensar en la extrema tristeza que impregna todos los lugares de veraneo, sean cabañas o casitas en el bosque o la costa, en Penobscot Bay o el Cabo de su niñez, en Michigan ahora, que no es únicamente la melancolía de cuando la infancia ha pasado y el lugar ya no existe, ni la tristeza genérica de colocar tablones para proteger las ventanas, sino una tristeza en plena estación, en los soleados días de las excursiones lo mismo que en los días nublados pasados en la tumbona, del silencio de agosto, la marcha de los pájaros, las varas de oro, el adiós en cada saludo. La triste vanidad de medir el tiempo por veranos, anulando el invierno y el resto de las cosas.

Austin Wright | Tres noches, 1993

lunes, 18 de febrero de 2013

La ley es como el agua caliente


A poco que nos acerquemos a ellos con algo de tiempo y ciertas dosis de cariño, los clásicos nunca dejarán de sorprendernos. En primer lugar, porque suelen ser mucho más cercanos de lo que pudieran indicar los siglos que han pasado desde su escritura. Y, en segundo lugar, porque son más divertidos de lo que imaginamos.

Gorgojo (Curculio) no está ni mucho menos entre las mejores comedias de Plauto. Se trata de una obra menor, tanto en extensión como en pretensiones, pero es muy divertida, está llena de vida y se lee de un tirón. El punto de partida de su argumento es muy sencillo: Fédromo está enamorado de la joven Planesia, esclava en casa del lenón Capadocio. Ella también lo quiere a él. Como no tiene dinero para rescatarla, Fédromo envía a Gorgojo, su parásito, hasta Caria con el fin de que consiga un préstamo. Mientras esperan su regreso, los encuentros de los enamorados se reducen a algunos escarceos y besos nocturnos, aprovechando la ausencia por enfermedad de Capadocio (pasa la noche encamado en el santuario de Esculapio) y la complicidad de Leena, la vieja guardiana borracha. Hasta aquí puedo contar.

En las páginas de Curculio encontramos el día a día de su tiempo: los banquetes y el hambre, los achaques de las enfermedades cuya curación se confía a los dioses y los amores que consumen cada minuto del pensamiento. El vino y las puertas cerradas que necesitamos imperiosamente abrir. Los anillos perdidos y las familias reencontradas. Esclavos y parásitos. Usureros y alcahuetes. Vidas representadas sobre un escenario que provocan, primero, la risa y, después, la reflexión. Los diálogos son vivos e ingeniosos, llenos de chistes y bromas destinadas a provocar la carcajada del espectador. Los personajes responden a los tipos propios de las comedias latinas:  jóvenes enamorados, esclavos, gorrones, lenones, viejas borrachas, cocineros, usureros y soldados fanfarrones. Especial mención merece, además de Gorgojo (el parásito, el centro de toda la trama), el personaje de Palinuro (esclavo de Fédromo). Palinuro, que se toma muchas confianzas, funciona como contrapunto cómico a los temores y elevadas reflexiones amorosas de su amo Fédromo: 
En realidad no puedo por menos de reprobar la conducta de mi amo. Pues bien está amar un poquito, con sensatez; amar a lo loco no está bien; pero entregarse en cuerpo y alma al amor es una verdadera locura, y esto es lo que hace mi amo.
Incluso quiere saber hasta dónde ha llegado con su amada Planesia:
FÉDROMO.- Por mi parte es tan pura como si fuera mi hermana, a no ser que unos besos hayan mermado algo su pureza.
PALINURO.- No olvides que junto al humo siempre está el fuego. Y es cierto que el humo no quema, pero el fuego sí. El que quiere comerse una nuez, primero rompe la cáscara. El que quiere acostarse con su amiga, despeja el camino con besos.
Palabras que recuerdan las que dice Calisto a Melibea en pleno combate amoroso en el huerto. Ella se queja de que es excesivo con sus manos, de que le quiere quitar la camisa y daña sus vestiduras. Y él, momentos antes tan refinado por el amor cortés, le suelta ahora aquello de:
Señora, el que quiere comer el ave, quita primero las plumas.
Los ecos de estas comedias llegan lejos. De un modo u otro, están en los pasos de Lope de Rueda y en los de Cervantes. Y en La Celestina, uno de cuyos precedentes es precisamente Leena, la vieja borracha que guarda la puerta de Planesia, a la que consiguen hacer salir regando su puerta con vino. Buen olfato. Recuérdese también el personaje de Centurio, el soldado fanfarrón al que mandan Elicia y Areúsa para que dé un buen "susto" a Calisto como venganza por las muertes de sus amados Pármeno y Sempronio, personaje que tiene ecos claros del Miles gloriosus de Plauto. Y, por supuesto, estos ecos llegan hasta los criados de muchas de las comedias de Shakespeare. Los personajes de La comedia de los errores están sacados directamente de Los Menecmos (Menaechmi), comedia en la que se basó el dramaturgo inglés. 

Y, como toda comedia que se precie, Curculio también tiene su punto de sátira. El viejo Plauto, entre enredo y reencuentro, le da un buen repaso a los banqueros. Se ve que en su época eran tan poco de fiar como en la nuestra:
Es una solemne tontería decir que el dinero confiado en depósito a los banqueros está poco seguro. Yo digo que ni poco ni mucho. Y esto es algo que he podido comprobar bien hoy. No está poco seguro lo que jamás te devuelven. Está completamente perdido.
Y, mientras, ellos, los pobres banqueros, se quejan de lo poco que tienen:
Todos me toman por rico. Acabo de echar unas cuentecillas para saber cuánto dinero tengo y cuánto debo. Soy rico, si no pago a mis acreedores; si les pago, el saldo es negativo. Pero, por Hércules, pensándolo bien, si me acosan demasiado, recurriré al pretor. ¿No es esto lo que hace la mayoría de los banqueros, reclamar el dinero a los demás, no devolvérselo a nadie y resolver el asunto a puñetazos, si alguien viene a reclamar en tono demasiado alto?
Esto me recuerda algo. Ya se sabe: la "pobreza" de los ricos. Habría que aclarar que "recurrir al pretor" suponía declararse en quiebra, en suspensión de pagos, y no satisfacer la deuda contraída. Ahora hablaríamos de ayudas del Estado y de nacionalizaciones. Para lo de "resolver el asunto a puñetazos" se han encontrado métodos menos violentos pero más contundentes. 

Ante tales abusos, Gorgojo exclama indignado:
Vosotros arruináis a los hombres con la usura, ellos con sus provocaciones y sus burdeles. El pueblo ha aprobado infinidad de leyes contra vosotros; pero ley que se aprueba, ley que vosotros os saltáis a la torera; siempre encontráis alguna escapatoria. Para vosotros la ley es como el agua caliente: enseguida se enfría.
¿Podemos decir que los clásicos no son actuales?


Gorgojo (Curculio)
Plauto, hacia 193 a.C.
Letras Universales, Cátedra, Madrid, 2007, 8ª edición
Edición y traducción de José Román Bravo

lunes, 11 de febrero de 2013

Crepúsculo


Cada crepúsculo resume,
no sabemos bien cómo,
los días que nos faltan.

Es como el adelanto de un suspiro,
una preparación para lo informe,
un contrabando de la espera.

Cada crepúsculo nos borra
un poco más de nuestro nombre.

Cada crepúsculo nos trae
un poco más de nuestra ausencia.

Hasta que cada uno aparece
como un punto de referencia
inventado por el crepúsculo.

Roberto Juarroz | Novena poesía vertical, 1986

El paisaje que abre esta entrada es del expresionista austríaco Egon Schiele. Se titula Cuatro árboles y fue pintado en 1917. Tiene algo sereno e inquietante al mismo tiempo y me recuerda esa mezcla de dulzura y tristeza de la que siempre hablaba Juan Ramón Jiménez al describir los atardeceres. Paisajes interiorizados. Atardeceres del alma.

jueves, 7 de febrero de 2013

Veracruz


Recuerdo cuando intentaba imitar la sonrisa de Burt Lancaster después de haberle visto con Gary Cooper en Veracruz. Durante muchos días estuve practicando en el patio de atrás. Serpenteando por entre las tomateras. Riendo con todos los dientes al desnudo. Riéndome de esa risa. Alzando el labio superior para descubrir los dientes. Después de practicar esa sonrisa durante unos cuantos días intenté utilizarla ante las chicas de la escuela. Ellas no parecían ni enterarse. Forcé mi interpretación hasta que empezaron a producirse extrañas reacciones entre mis compañeros. Miraban fijamente mis dientes, y asomaba a sus ojos una expresión asustada. Ya no me acordaba de lo feos que eran mis dientes. De que uno de ellos lo tenía podrido, de color pardo y montado encima del diente roto que estaba a su lado. De hecho, había llegado a estar convencido de que era poseedor de una hilera de perfectos y perlados dientes como los de Burt Lancaster. Como no quería asustar a nadie, dejé de reír en cuanto me di cuenta de lo que pasaba. Sólo lo hacía cuando estaba solo. Poco después dejé de hacerlo incluso a solas. Volví a mi cara vacía.

25/4/81
Homestead Valley, Ca.

Sam Shepard | Crónicas de motel, 1982

¡Cuanto tiempo hace que no me acercaba a este libro! Esta tarde, no sé muy bien por qué, me he acordado de él. Inmediatamente he dejado lo que hacía y no me he resistido al impulso de buscarlo entre los estantes. Revisar algunos de sus textos me ha llevado muy lejos. A Granada en 1985. Fue un libro que leí (leímos) y releí (releímos) mucho. Para mí, acostumbrado a los clásicos y a los contemporáneos españoles, era algo totalmente nuevo. Vidas rotas, viejos automóviles, carreteras nocturnas a ningún sitio. Hank Williams y Tammy Wynette. El desierto. Un estilo seco y contundente. Era la época de París, Texas (Wim Wenders,1984). Casi de la mano llegarían los relatos de Raymond Carver y los libros de Richard Ford y Tobias Wolff. Todo el mundo hablaba del realismo sucio. Ahora mismo tengo el libro en mis manos. Mezcla de poemas, descarnados relatos breves y fotografías en un tosco, pero sugerente, blanco y negro. Papel amarillento y de baja calidad. El tacto de otro tiempo. Y la mejor portada de Anagrama que haya visto nunca. ¿Qué lector de libros electrónicos puede ofrecerte esto?



¿Cómo resistirse a relatos que comienzan así?
Perdieron la emisora navajo a unos noventa kilómetros al este de Gallup en la Highway 40. Simplemente, desapareció...
Mi papá tiene una colección de discos metida en cajas de cartón que guarda alineadas junto a la pared de su dormitorio, coleccionando polvo de Nuevo México...
Se lavó la camisa roja en el lavabo. Extendió una toalla del motel en el suelo. Extendió la camisa sobre la toalla. Mientras alisaba las mangas y las cruzaba sobre los faldones de la camisa, pensó en su propia muerte...
Cada vez que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras, mi papá tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de metralla de su nuca...
O este otro, tan contundente, que reproduzco íntegro:
Hay una mariposa monarca muerta en la acera de Ozona. La brisa se la lleva de acá para allá. Durante todo el día ha estado estrellándose contra mi parabrisas, dejando salpicaduras rosadas y doradas en el cristal. He visto a una de ellas que caía a plomo desde el cielo y chocaba contra el asfalto de la Highway 10 East. Debe de ser la época del año en la que tienen que morir.
Volveré a leerlo alguna vez más.  

domingo, 3 de febrero de 2013

Acertijos en las tinieblas


Todos los libros que leemos dejan huella en nuestra memoria. En algún lugar del recuerdo permanecen escondidos esos personajes con los que hemos sufrido tanto o esas palabras que nos conmovieron. Quizá sólo recordamos un nombre o algún rasgo peculiar o una mirada que nos tocó en su momento. Quizá hasta eso lo hemos olvidado. Pero ocurre a menudo que, como el niño que sigue unas pisadas en la arena que acaban conduciéndolo hasta la huella de sus propios pies, los libros nos abren caminos de la memoria que teníamos casi olvidados. Y así, leyendo un libro, nos acordamos de otro leído hace demasiado tiempo, en un lugar distante, en una vida que ya nos es casi ajena. Y entre ellos se crea un eco. La literatura se hace y crece a base de resonancias. Todo este viaje comenzó en los mares procelosos de la Odisea.

Hace algunos días, en el tranquilidad de la noche, releía yo El rey Lear, que es la mejor obra, junto a Misericordia de Galdós, escrita sobre el tema de la ingratitud y el abandono, la lealtad y la traición. Las palabras de Shakespeare son tan poderosas que sus ecos nos llegan a pesar de las dificultades que impone su traducción. Aunque sólo fuera por los parlamentos de Lear, ya merece la pena su lectura. Al comienzo del acto III encontramos al rey, que ha sido cruelmente abandonado por Regan y Goneril, sus hijas. Con síntomas de locura, grita y vaga sin rumbo bajo la tormenta. No tiene dónde pasar la noche. Sólo lo acompaña su bufón. Entonces, aparece Kent, que, compadecido, los lleva hasta una choza. Allí encuentran a Edgar, hijo natural de Gloucester, que, traicionado por su hermano bastardo, ha tenido que huir. Finge que está loco y se hace llamar Pobre Tom. La locura como refugio. Dos locos y un bufón que claman en medio de la tormenta contra las verdades más dolorosas de la vida: la ingratitud, la lujuria, la vejez, el desvalimiento, la decrepitud, el desánimo. Locuras lúcidas como la de Alonso Quijano o la de María Josefa, la madre de Bernarda Alba. Nuevos ecos.

Edgar, que habla de sí mismo en tercera persona, dice:
Pobre Tom, que se come a la rana que nada, el sapo, el escarabajo, la salamandra y el agua: que, en la furia de su corazón, cuando se enfurece el sucio demonio, come estiércol de vaca como ensalada, se traga a la rata vieja y al perro de la zanja y se bebe la capa verde del agua estancada. Le han azotado de parroquia en parroquia, le han metido en los cepos, le han castigado y aprisionado. Tenía tres trajes para su espalda y seis camisas para su cuerpo: caballo en que montar, y espada que llevar. Pero ratones, ratas y demás caza menor han sido el alimento de Tom en siete largos años. Cuidado con el que me sigue. Calla, Smulkin, ¡calla, demonio!
El eco me lleva inevitablemente a Gollum. ¿A ti no? Del Pobre Tom al viejo Sméagol. De Shakespeare a Tolkien. Gollum aparece por primera vez en "Acertijos en la oscuridad", el mejor capítulo para mí de El hobbit. Tolkien nos presenta a un ser solitario que habita una caverna. Sus ojos brillan en la oscuridad y se alimenta de los peces que le proporciona el lago subterráneo, aunque no desprecia otras carnes. No sospechamos aún, ni por asomo, lo importante que será su papel en el historia del Anillo. En otros tiempos fue un hobbit llamado Sméagol que acabó matando a Déagol, su primo, para arrebatarle el Anillo que éste había encontrado. Lo que prometía ser una tranquila jornada de pesca en el Anduin acabó en tragedia. Ahora, otro encuentro, otro azar, le cambiará de nuevo la vida. A la soledad de la caverna llega Bilbo. En sus manos lleva una espada, una hoja nacida en Gondolin. Y en su bolsillo, el Anillo que Gollum ha perdido, aunque él aún no lo sabe. Gollum, solitario, alejado de los suyos, transformado en otro, conserva una curiosidad insaciable y comienza así entre ambos un brillante juego de adivinanzas en lo más profundo de la oscuridad de la tierra. Él, como el Pobre Tom, también habla de sí mismo en tercera persona. La choza y la caverna. Locura, aislamiento, soledad. Y rabia, mucha rabia, cuando intuye que lo que Bilbo tiene en el bolsillo, la respuesta a la última adivinanza, es el Anillo. Le han arrebatado su tesoro, lo que ha hecho de él lo que ahora es:
¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Maldito! ¿Cómo lo perdimos, preciosso mío? Sí, eso es. ¡Maldito sea! Cuando vinimos por aquí la última vez, cuando estrujamos a aquel asqueroso jovencito chillón. Eso es. ¡Maldito sea! Se nos cayó, ¡después de tantos siglos y siglos! No está, ¡gollum!
Frente a la amenaza de las sombras y otras oscuridades (ya sabéis a cuáles me refiero, que basta mirar la lista de los libros más vendidos), hay que reivindicar las lecturas de largo recorrido. Las que no son como pañuelos que usamos y tiramos. Las que nos llevan sin miedo de un tiempo a otro y hacen que nos dé un vuelco el corazón. Quizá sea verdad que nunca se ha leído tanto como ahora, pero ¿qué quedará? La buena literatura requiere tiempo, pausa, primor. Es un eco que viene de lejos, pero siempre es un eco único. En mitad de un libro, un lejano canto de sirenas nos llama sin remedio y nos hace recordar y abrir otro libro. Se despliegan nuevos acertijos en la oscuridad del cuarto.

Volviendo a Shakespeare, hago mías las palabras de Kent, pues, como él, ya vamos teniendo cierta edad: 
LEAR: ¿Cuántos años tienes?
KENT: No tan joven, señor, como para amar a una mujer porque canta, ni tan viejo como para enloquecer por ella por nada: llevo a la espalda cuarenta y ocho años.
No está mal esto como criterio literario.